Las 116 muertes que despertaron a un país
Este artículo forma parte de una serie de tres artículos extraídos del proyecto multimedia más amplio de El Diario sobre megaincendios en Europa, elaborado por Mariangela Paone, Raúl Rejón, Sofía Pérez y Raúl Sánchez. Introducción | Parte I | Parte II | Parte III
Pedrógão Grande (Portugal)
El agua de la alberca de Nordeirinho, una aldea oculta entre pinos y eucaliptos en el centro de Portugal, está tan fangosa que el líquido tiene el tacto del barro. Es improbable pensar que este cubículo de poco más de dos metros de largo y uno de ancho salvó en junio de 2017 la vida de un grupo de vecinos en el incendio más mortífero de la historia del país. Murieron 66 personas, la mayoría atrapadas en sus coches o corriendo por el bosque mientras trataban de huir de las llamas. En algunos casos el fuego ni siquiera tocó sus cuerpos. El aire era tan caliente y huracanado que mataba. Solo 11 habitantes de los 40 que entonces tenía Nordeirinho han sobrevivido para contarlo.
Siete años después, los frondosos bosques de la zona ya no son un espejo de lo que pasó pero los habitantes siguen enfrentándose a las consecuencias de un suceso que los condenó a enterrar a amigos, vecinos y familiares sin descanso durante una semana entera. “Fuimos un pueblo mártir y quiero pensar que lo que pasó, pasó porque el país tenía que despertar y darse cuenta de lo que venía con el cambio climático”, sostiene Dina Duarte, presidenta de la Asociación de Víctimas del Incendio de Pedrógrão Grande (AVIPG).
Portugal es el país europeo que ha sufrido más grandes incendios –aquellos que afectan a más de 500 hectáreas– desde comienzos de siglo. También gana en superficie quemada: dos millones de hectáreas han quedado arrasadas en los últimos veinte años en 865 fuegos. Al incendio declarado en la freguesia de Pedrógrão Grande tras el contacto de una línea eléctrica con un castaño le siguió en octubre del mismo año otro gran fuego –el segundo peor desde el año 2000 en Europa– que dejó medio centenar de fallecidos más en las regiones de Coimbra, Viseu y Aveiro cuando el país aún lloraba a los muertos de junio. 116 fallecidos en apenas cuatro meses.
“Realmente no veo la manera, no consigo ver cómo vamos a impedir los grandes incendios que ya se están produciendo y los que vendrán en el futuro. A estas alturas el objetivo es que provoquen el menor daño posible al medio ambiente y a las personas”, asume Joaquim Sande Silva, profesor especialista en ecología del fuego del Instituto Politécnico de Coimbra y experto de la comisión independiente que investigó los dos grandes incendios de hace siete años por encargo de la Asamblea de la República (el equivalente al Congreso de los Diputados en España). En su análisis temporal, el ciclo del terror no empezó en 2017 sino en 2003, cuando muchos incendios declarados en decenas de puntos arrasaron el país desde Castelo Branco a Beja.
Portugal reúne un triángulo peligroso de condiciones que lo hacen muy frágil ante el fuego, según el experto. Por un lado, un bosque mediterráneo “atenuado” con lluvias que hacen crecer mucho la vegetación y “un calor que deja seca toda esa biomasa”. Por otro, una cultura de hacer quemas para “limpiar el bosque” y, finalmente, una respuesta desordenada en el combate del fuego y poco trabajo, al menos hasta 2017, de prevención. La mayor parte de los bomberos son voluntarios.
Si hay un punto de inflexión, este es, precisamente, 2017. Portugal ocupó las portadas de todos los medios internacionales por la cantidad de víctimas mortales. Las imágenes de los coches calcinados en medio de la carretera dieron la vuelta al mundo y el impacto que causaron en el exterior también empujó cambios en el país. El shock, dicen varias fuentes consultadas para este reportaje, despierta la conciencia de los responsables políticos.
El Gobierno socialista de entonces, liderado por António Costa, creó una entidad pública especializada, la Agencia para la Gestión Integrada de los Fuegos Rurales (AGIF, por sus siglas en portugués) y echó a andar un programa nacional de acción. Francisco Ferreira, presidente de la asociación ecologista Zero, explica que el plan incluía “97 proyectos para el cuidado de los espacios rurales, la modificación de comportamientos y la gestión eficiente del riesgo” que se han ido evaluando año a año.
“Se han visto algunos resultados. Por ejemplo, si el 80% de la inversión se destinaba en 2017 a la lucha contra el fuego, en 2022 el porcentaje era del 39% y el resto se ha desplazado a la prevención”, cuenta Ferreira, que subraya que desde entonces no ha habido víctimas y “se ha reducido un 50% el número de incendios”. En los periodos que han sucedido al año funesto de muertes ha habido una mejora sustancial, a excepción de 2022, cuando se registraron incendios importantes en muchas zonas del país con más de 100.000 hectáreas quemadas.
Sande Silva es más crítico con la forma de prevención adoptada por las instituciones. Desde 2018 se obliga a los propietarios de terrenos forestales a “limpiar” la zona de matorral bajo una amenaza de multa de hasta 120.000 euros. Además, las márgenes de las carreteras deben estar despejadas en la zona más próxima al asfalto –en 2017 varios árboles cayeron a la vía– y en los núcleos con casas las copas de los pinos y los eucaliptos tienen que estar separadas al menos por diez metros y por cuatro si se trata de otras especies. “Estamos trabajando en comparar zonas cortadas y no cortadas y no vemos diferencias en términos del avance del fuego”, sostiene el profesor.
El norte de Portugal, como la fachada norte de España, tiene un problema con los eucaliptos. La especie invasora se ha desmadrado: ocupa unas 845.000 hectáreas, más de un 25% de la superficie forestal total en el país, confirma Ferreira. A esto también se ha intentado poner coto limitando la plantación de nuevas superficies por decreto en 2018. Desde entonces, los promotores deben garantizar que restauran un área dos veces mayor a la que pretenden plantar y ha aumentado la burocracia para hacerlo, dice el presidente de la asociación ecologista.
“Con cada incendio se ha hecho un informe de expertos y luego las conclusiones se aplican solo parcialmente. Hasta que vuelve a pasar. Yo repito mucho que no es solo esperar a que llegue el fuego y echar agua”, manifiesta el profesor del Instituto Politécnico de Coimbra, partidario de la “profesionalización” del cuerpo de bomberos como un elemento clave de la lucha contra los incendios en el futuro.
Sergio Lourenço es adjunto de comando en la base de bomberos de Pedrógrão Grande. Ahora mismo estaría sentado en el banquillo, junto a otros diez encausados por homicidio negligente, si no fuera porque su jefe le envió a otro fuego que no le correspondía por zona. En Portugal el primer comandante que llega a un incendio se convierte en el coordinador. Un tribunal de primera instancia de Leiria absolvió a todos en 2023 pero el Ministerio Público ha recurrido la sentencia y el proceso continúa.
¿Hoy estarían preparados para asumir un incendio como el de 2017? “No para algo tan grande que ardió a esa velocidad. Pienso que ahora tampoco. El fuego recorrió 20 kilómetros en 20 minutos”, afirma Lourenço moviendo muy rápido el dedo de este a oeste mientras apunta al horizonte. El fuego provocó un fenómeno meteorológico llamado downburst que se produce cuando colapsa una columna de gases calientes. Ese reventón creó fortísimas corrientes de aire que empujaron el incendio a grandes velocidades –lo que los vecinos recuerdan como “tornados de fuego”– y desplazaron también materiales incandescentes.
El bombero considera, sin embargo, que los ciudadanos tienen más conocimientos ahora. Que no volverían a repetir aquella caótica huida surgida del pánico. La mayor parte de las muertes se produjeron en la carretera que une Figueiró dos Vinhos y Castanheira de Pera. Había vecinos que trataban de escapar; otros tuvieron la mala fortuna de estar de paso en ese justo momento. “Había gente que venía de pasar un maravilloso día en una playa fluvial de la zona”, recuerda Dina Duarte, de AVIPG.
“Pensar que murió tanta gente sigue siendo un trastorno inmenso. Estamos aquí para ayudar y no conseguimos hacer prácticamente nada”, relata Lourenço con un hilo de voz que se le agarra a la garganta. Detrás de los ojos se transparenta una especie de derrota. Después, pasado el momento crítico, consigue recordar con todos los detalles a las personas que subió al coche de bomberos el primer día del incendio. Se dedicó a recoger a heridos que caminaban como zombis a la deriva por la carretera para llevarlos hasta el helicóptero de evacuación. Describe a punto del llanto la imagen del retrovisor del coche, el avance voraz de las llamas reflejado en el espejo.
Adentrarse en los territorios quemados no es meterse en las tripas del fuego sino en algo que es mucho más duradero: el recuerdo de las llamas. A sus habitantes les robaron el privilegio –y la inocencia– de vivir los incómodos días de calor y viento sin miedo. “Lo que pasó aquí fue un aviso para toda Europa. Fue un ‘mira lo que empieza a pasar’”, apunta Duarte, que recibe a elDiario.es en la antigua escuela de Figueira (Graça), sede de la asociación desde que la instalación no se usa porque no hay niños en la aldea.
La organización ha montado una pequeña exposición de objetos deformados, irreconocibles por el efecto del fuego: una taza de cerámica abigarrada, una pieza de acero que pertenecía a un coche, unas gafas graduadas… En la parte superior, un mural recuerda a todas las víctimas con sus nombres y apellidos. Duarte posa el dedo sobre uno: Bianca Antunes Henriques. Tenía tres años y murió en Nordeirinho intentando escapar del fuego con su abuela. Era la única niña de la aldea.
“Montamos esto para mantener la memoria de la gente que falleció. Para recordar a los estados que deben estar preparados porque nosotros, los ciudadanos, depositamos nuestra confianza en ellos para protegernos”, proclama antes de que las lágrimas le ahoguen los ojos otra vez. La culpa de los que se quedaron y el “¿por qué no fuimos nosotros, sino ellos?” todavía le quita el sueño.
– Sofía Pérez Mendoza